Soy el doctor Roberto Monjarás, Arqueólogo de formación, y una de mis mayores pasiones es describir lo que ocurre en lugares enterrados por el tiempo.
Si en ellos hay un misterio sobrenatural, es mejor para mí, y la historia que hoy les quiero contar, reúne las dos características.
En las profundidades de Yucatán, México, cerca de un pueblo casi olvidado, se erige la hacienda San Ángel, un lugar envuelto en misterio y muerte.
Decidí investigarla cuando un viejo conocido, Miguel, un arqueólogo con años de experiencia, me contactó para contarme sobre los extraños eventos que rodeaban este sitio.
Junto con Roberto, un fotógrafo especializado en capturar fenómenos paranormales, nos embarcamos en un viaje para descubrir la verdad.
La leyenda local cuenta que la hacienda fue construida a finales del siglo XIX por Don Maximiliano, un hombre ambicioso que amasó una fortuna con la plantación de henequén.
Se decía que su riqueza no era fruto solo del trabajo, sino de un pacto oscuro con fuerzas más allá de lo natural. Quienes trabajaban para él, principalmente mujeres mayas, murmuraban sobre rituales nocturnos en el sótano de la hacienda.
A medida que la fortuna de Don Maximiliano crecía, las desapariciones también aumentaban.
Cuando llegamos, la hacienda se levantaba como una sombra en el horizonte, sus muros desgastados por los años y las puertas de hierro cubiertas de enredaderas.
Al entrar, el silencio era abrumador. Los amplios pasillos estaban llenos de polvo, como si el tiempo se hubiera detenido. Sin embargo, algo en el aire era inquietante, una sensación de ser observados, como si las sombras tuvieran ojos.
Miguel, más escéptico que nosotros, nos guió hacia la sala principal donde, según los registros locales, Don Maximiliano había celebrado grandes banquetes.
A medida que explorábamos, Roberto sacaba fotos de cada rincón. Todo parecía tranquilo hasta que notamos algo inquietante: en una de las imágenes captadas por su cámara réflex, la figura de una mujer aparecía de pie detrás de Miguel, aunque estábamos solos.
“Algo no está bien aquí,” murmuró Roberto mientras revisaba las fotos en su cámara. Nos miramos nerviosos, pero seguimos adelante, adentrándonos en la hacienda. No le dijimos nada a Miguel.
En un momento, el aire se volvió helado. Las puertas que habíamos dejado abiertas de repente se cerraron de golpe, como si algo quisiera atraparnos allí.
Miguel nos animó a seguir caminando, diciendo que era obra del viento. El pobre no sabía que un espíritu había estado rondándolo desde que entramos en aquel lugar.
Decidimos investigar el sótano, el lugar donde según las leyendas, Don Maximiliano realizaba sus rituales. Al bajar por las escaleras de piedra, el olor a humedad y moho se hizo insoportable.
Los muros estaban cubiertos de inscripciones extrañas, símbolos antiguos que no pertenecían a ninguna cultura que conociera. En el centro del sótano había un círculo de piedra, con marcas quemadas alrededor, como si hubiera sido usado para rituales.
De repente, escuchamos pasos detrás de nosotros. Nos dimos la vuelta pero no había nadie. Solo las sombras danzando al ritmo del viento que entraba por las pequeñas rendijas del sótano.
Pero no eran sombras comunes. Parecían cobrar forma y moverse con intención, como si algo o alguien nos estuviera observando desde la oscuridad.
Miguel, normalmente racional, comenzó a mostrar signos de inquietud. “Vámonos de aquí, algo no está bien”, dijo, pero el sótano parecía habernos atrapado.
Las sombras se acercaban más y más, y fue entonces cuando lo escuchamos: un susurro tenue, como una plegaria repetida una y otra vez. Parecía provenir de las paredes mismas, como si las almas de los que alguna vez vivieron allí clamaran por justicia.
Roberto, quien ya había presenciado fenómenos paranormales en el pasado, trató de tranquilizarnos mientras encendía su grabadora para captar el sonido. Pero el equipo no funcionaba.
Escuchamos inquietos el chisporroteo de todos los electrónicos -incluyendo las lámparas, que comenzaron a fallar en ese momento, lo cual solo aumentó la tensión.
De repente, una figura apareció en el umbral de la puerta.
Era una mujer, la misma que había estado atrás de Miguel. Su ropa era similar a la que usarían los trabajadores mayas en el siglo XIX.
Su rostro estaba desfigurado por el dolor y sus ojos eran huecos. “No te vas a ir”, dijo en un murmullo gélido, antes de desaparecer en la oscuridad justo frente a Miguel.
El suelo comenzó a vibrar suavemente, y nos dimos cuenta de que estábamos rodeados por esas sombras que ahora parecían tomar la forma de personas, marchando hacia nosotros.
Miguel intentó abrir la puerta del sótano, pero no cedía. Fue en ese momento que Roberto señaló algo grabado en el círculo de piedra en el suelo.
Eran los nombres de las mujeres que, según la leyenda, Don Maximiliano había sacrificado en sus rituales. Sus almas seguían allí, condenadas a vagar por la hacienda por el pacto oscuro que su cruel patrón había hecho.
Don Maximiliano, según la leyenda, había sellado su alma junto con las de sus víctimas, buscando prolongar su vida, pero había quedado atrapado en la hacienda junto con ellas. Y ahora, las almas de las mujeres sacrificadas no descansarían hasta que él fuera liberado de su tormento eterno.
Finalmente, con un último esfuerzo desesperado, logramos forzar la puerta y escapar del sótano.
Afuera, el aire era más fresco, pero la sensación de ser observados no nos abandonó hasta que dejamos el lugar. Antes de irnos, miramos atrás y, cuando regresé la vista hacia Miguel, noté una sombra oscura en su rostro.
Le pregunté si estaba bien, y su respuesta me inquietó aún más: “Necesitaba salir de ese lugar”.
Pensé que se trataba de los nervios del momento que acabábamos de vivir, y les pedí a mis compañeros que termináramos nuestra investigación.
Para sellar aquella aventura, Roberto decidió que nos tomáramos una selfie.
Sacó su celular, y en quel momento, Miguel retrocedió.
“Déjame, no me gustan esas cosas”, le dijo a Roberto, quien no entendió porque el cambio de su comportamiento.
Yo lo sospechaba, pero no dije nada.
Nos fuimos de ahí, y al dejar a Miguel le hice una pregunta: “¿nos vemos mañana para seguir investigando ese lugar?”.
Su respuesta fue tajante: “jamás voy a regresar”.
En el camino, Roberto se burló de la actitud de Miguel, diciendo que su temor por lo paranormal había sobrepasado el de cualquiera que hubiera conocido antes. Yo le expliqué mi teoría: sin querer, habíamos liberado a Maximiliano de su tormento, y tendríamos que asegurarnos de salvar a Miguel.
Las risas de Roberto pasaron a la incredulidad cuando le enumeré el cambio de actitud de nuestro compañero.
Al final, me dijo que me creía, y fuimos a buscar a un sacerdote que conocía.
Tardamos varias horas en localizarlo: resultó que había salido en un viaje urgente, y que no regresaría hasta la siguiente semana. Cuando le explicamos por teléfono mi teoría, lejos de reírse, se puso serio: “busquen a monseñor López, él los ayudará”, y nos dio su número.
Por fin, cerca de la madrugada, dimos con el padre López, un hombre entrado en años, quien se acababa de levantar cuando tocamos a su puerta después de la llamada que habíamos hecho antes.
Nos recibió tranquilo, pese a nuestra evidente desesperación por salvar a Miguel. Le urgimos a que nos acompañara a buscarlo, pero dijo que no.
Sus palabras nos dejaron helados: “Mi padre es un hombre inteligente, no va a volver”.
Nos explicó que él era hijo de don Maximiliano. Cuando conoció la oscuridad de su padre, decidió renunciar a toda la fortuna que este había amasado e irse al seminario.
Después, cuando se conoció el horror de la hacienda, pidió su transferencia a Tabasco, lugar donde había vivido hasta hacía poco tiempo, tratando de huir de San Ángel.
“Me llamo Ángel, paradójicamente, y lo que ustedes liberaron es lo que restaba del alma de mi padre. Tengo casi 95 años, y en todo este tiempo he tenido clara una cosa: si él salía, nunca más podríamos detenerlo”.
Así, el anciano sacerdote nos echó a la calle, y decidimos regresar a casa de Miguel, quien nos abrió la puerta.
Algo en él había cambiado: el amigo que hasta hace unas horas nos había acompañado, parecía haber cambiado de rostro. Sus facciones eran las mismas, solo más severas, enojadas, alteradas.
Claramente ahora entendíamos que había otra persona dentro de él.
Mantuvimos nuestra cara de poder, y le pedimos que fuera con nosotros a conocer a un sacerdote que sabía sobre la hacienda, pero su respuesta fue tajante: “Díganle a mi hijo que no quiero volver a verlo. Por fin sabrá quién es su padre”.
Nos cerró la puerta en la cara, y nunca más volvió a contestar. Regresé a casa, preocupado por lo que habíamos liberado, pero Roberto me insistió en que nada podíamos hacer.
Por él, supe el resto de la historia.
El padre López murió una semana después, ahogado en su propia cama, con su vómito, víctima de una convulsión que achacaron a su avanzada edad.
Miguel, por su parte, se hizo de mucho dinero en muy poco tiempo: compró una casa en el Paseo Montejo de Mérida y la convirtió en un bar muy famoso.
Supimos por los periódicos, que ahora pedía que se refirieran a él como “Don M”, y siempre se rodeaba de meseras y barteders muy guapas, todas de origen maya.
Las malas costumbres del pasado, nunca se fueron de Maximiliano. Y evidentemente, su pacto oscuro sigue en pie.
Hasta hoy, Miguel -o lo que habita en él-, sigue siendo una de las figuras sociales más destacadas de Mérida, y nosotros, -mi tocayo Roberto y yo- seguimos pensando en la forma de evitar que el espíritu que habita dentro de nuestro amigo se apodere de más almas.
El purgatorio existe, y se pude salir de él. Solo basta revisar esta Receta para hablar con los muertos para entenderlo.
Les contaré más en la próxima ocasión que nos encontremos. Hasta entonces.