Recetas para hablar con los muertos: “El capataz de Atacama”

Acompaña a nuestro investigador estrella de hechos paranormales, el Dr. Roberto Monjaras en otra nueva aventura, ahora por el Norte de Chile… Todo comenzó con:

Los vientos secos y el sol abrasador del Desierto de Atacama, en el norte de Chile, no parecían el escenario típico para una historia de fantasmas, pero los relatos de apariciones en la mina abandonada de Humberstone me llevaron allí. 

Este lugar, una vez próspero por su producción de salitre, había sido abandonado hace décadas, y con él, la vida de miles de trabajadores que enfrentaron la explotación y la muerte en condiciones brutales.

Llegué a Humberstone una tarde de octubre, justo cuando el sol comenzaba a descender sobre el horizonte. 

La soledad del lugar era palpable; los edificios vacíos parecían observarme con su estructura en ruinas. 

No estaba solo en mi viaje; me acompañaba Claudio, un periodista local que había investigado las leyendas de la región durante años, y Sara, una historiadora que estudiaba los abusos sufridos por los trabajadores durante el auge del salitre. Ambos estaban intrigados por los relatos que había recopilado en mi investigación.

Mientras recorríamos las viejas instalaciones, Claudio nos relató una historia que había escuchado en el pueblo cercano. 

“Dicen que por la noche se escuchan pasos en los corredores de las antiguas oficinas, y a veces, si tienes suerte —o mala suerte—, puedes ver a uno de los capataces de antaño, caminando con su látigo en mano, aún buscando a los trabajadores que se atrevieron a descansar.”

A medida que el sol caía, el aire se volvía más frío y el silencio, más profundo. Caminamos hacia la entrada de la mina, y fue ahí donde las cosas empezaron a cambiar. 

Las sombras, alargadas por la tenue luz del atardecer, comenzaron a tomar formas extrañas. Fue entonces cuando escuchamos el primer sonido: una especie de lamento, lejano, pero tan nítido que parecía provenir de las mismas entrañas de la tierra.

Nos detuvimos en seco. “¿Lo escucharon?” preguntó Sara, y aunque intentamos convencernos de que era solo el viento, sabíamos que no era así. 

Decidimos encender las linternas y adentrarnos un poco más en la mina, pero cada paso que dábamos parecía alejarnos más de la realidad. La atmósfera era cada vez más pesada, como si una fuerza invisible tratara de empujarnos hacia atrás.

Entonces, sin previo aviso, Claudio se detuvo en seco y susurró: “Miren eso”. A lo lejos, en uno de los túneles secundarios, vimos una figura. Era una silueta humana, pero algo en su forma no estaba bien. 

Caminaba lentamente, arrastrando lo que parecía ser un pico de minero, y mientras avanzaba, escuchamos un sonido metálico, como si golpeara las paredes a su paso. 

“No es posible, nadie debería estar aquí”, dijo Sara con voz temblorosa. A pesar del miedo que comenzaba a apoderarse de mí, avancé un poco más, pero la figura desapareció en la oscuridad antes de que pudiéramos verla con claridad.

Seguimos adelante, cada uno inmerso en sus propios pensamientos y en el sonido de nuestros pasos resonando en los pasillos. 

Pero entonces, de nuevo, vino ese lamento, más fuerte y cercano esta vez, como si las paredes mismas estuvieran gritando. 

Estuvo acompañado de un estruendo, que quisimos confundir con el de un rayo, aunque sabíamos que afuera en el desierto no llovía: el sonido de un látigo brutal, bajando de una mano que castigaba a alguien.

Las luces de las linternas comenzaron a titilar, y el aire se volvió aún más frío. “Es el desierto, juega trucos con la mente”, intenté decirme, pero una parte de mí sabía que había algo más en juego.

Claudio, con la voz quebrada, mencionó que algunos de los mineros murieron en circunstancias horribles, atrapados en derrumbes, mientras otros fueron víctimas de enfermedades o trabajos forzados hasta caer extenuados. 

Sus cuerpos nunca fueron recuperados, y muchos creen que sus almas aún deambulan por los túneles, buscando una salida que jamás encontrarán.

Cuando decidimos salir, Sara tropezó con algo en el suelo. Era una vieja herramienta de minero, oxidada por los años, pero extrañamente conservada. 

Al levantarla, notamos algo aún más perturbador: a su alrededor, el suelo estaba cubierto por marcas, como si alguien la hubiera estado utilizando recientemente. Ninguno de nosotros dijo nada, pero sabíamos lo que habíamos visto.

De vuelta en la superficie, la luz del atardecer había dado paso a la noche, y con ella, la sensación de que algo nos seguía. Claudio, pálido, mencionó que durante años había oído hablar de las apariciones, pero nunca había experimentado algo tan vívido. 

Sara, por su parte, había dejado de hablar desde que salimos de la mina, y no volvió a mencionar lo ocurrido durante el resto de nuestro viaje.

Al día siguiente, mientras revisaba las grabaciones de audio de la mina, noté algo perturbador. 

A lo largo de varias horas de grabación, justo después del primer lamento, se escuchaban susurros, débiles pero persistentes. Eran voces humanas, pero ininteligibles, como si hablaran en un idioma antiguo o estuvieran demasiado lejos para ser comprendidas.

Regresé a Chile un par de años después. Algo en ese lugar me atraía, como si las historias que escuchamos esa noche solo hubieran sido el principio de algo mucho más oscuro, algo que aún no había sido completamente desenterrado.

Cuando traté de localizar a Claudio, este simplemente había desaparecido de la faz de la tierra. Me enteré por amigos en común, que había iniciado una relación con Sara al poco tiempo de nuestra aventura.

Entonces, pregunté por Sara.

La respuesta me dejó helado: a ella la habían encontrado unos días antes de la desaparición de Claudio, sola en el desierto de Atacama, muy cerca de la mina.

Del cuerpo de ella, se dedujo que había sido sometida a torturas: las heridas en su espalda, como de látigo, daban cuenta de lo que había vivido antes de morir. Sus manos, y sus pies tenían marcas de cadenas que le habían cortado la circulación.

Y lo más inquietante de todo: el arma que le quitó la vida yacía a un costado de su cuerpo. Un pico viejo de minero, muy bien conservado -según dijeron las autoridades en su informe-, había sido la herramienta de su desgracia.

Consternado, regresé al hotel, pensando si debería regresar o no a la mina. Al día siguiente, fui a consultar los periódicos de aquellos días.

Evidentemente, el principal sospechoso fue Claudio, y la prensa se explicaba de aquella manera su repentina desaparición. Yo no estaba tan seguro.

Así que regresé a Humberstone.

A diferencia de la primera ocasión, no noté nada extraño al internarme en la mina. Entré y salí sin mayor problema: ni sentí el frío anterior, ni experimenté sonidos o presencias como en aquella ocasión.

Antes de irme del lugar, consternado por lo que le había ocurrido a Sara y aún sin entender el paradero de Claudio, caminé hacía las oficinas de la antigua mina de salitre.

Dentro del lugar, atropellado por el paso del tiempo, noté algo fuera de lugar: las huellas de pasos descalzos en uno de los pasillos, que llevaba hacia la bodega de materiales que habían sido extraídos de la tierra.

Cuando entré, el espectáculo me horrorizó.

Ahí estaba Claudio, en una esquina, semidesnudo, descalzo y descarnado. 

Lo reconocí cuando giró su cabeza hacia mí, y aunque sus ojos ya no reflejaban la curiosidad del periodista que conocí, algo en ellos aún demostraba que había un ser humano detrás de la mirada perdida.

Le llamé despacio, sin saber qué esperar de aquella aparición y lo que ocurrió me llenó de incertidumbre: atrás de Claudio distinguí una sombra, que jalaba una cadena de la misma materia inexistente.

El lazo lo unía directamente con el cuello de Claudio, a quien aquella perspectiva en cuatro patas lo hacía lucir como a un perro encadenado.

“Claudio, estoy aquí, soy Roberto… vengo a ayudarte”. Fue lo único que pude decir, cuando escuché el grito de la sombra: “¡atácalo!”.

Entendí de inmediato lo que pasaba, y corrí hacia el pasillo. Alcancé a penas por unos segundos a cerrar la puerta de la bodega detrás de mí, asegurándome que Claudio se quedara dentro.

Cuando mis manos temblaron un poco menos, llamé a la policía. 

Tras una eternidad sosteniendo la puerta, donde el silencio era roto por los aullidos de dolor  de Claudio, como si alguien lo golpeara con un látigo, llegaron los policías.

Les advertí rápidamente lo que iban a encontrar, y abrieron la puerta.

Claudio no estaba.

Tras recorrer la bodega -pues ellos mismos alcanzaron a escuchar los últimos aullidos del hombre-, encontraron en una esquina un costal que debió servirle de cama, y un agujero en la pared, que apuntaba a ser contiguo a la mina.

Lo que en otro tiempo fue un brillante reportero, terminó como un despojo humano al interior de la mina, probablemente torturado por la sombra del capataz que escuché someterlo a su voluntad.

Meses después, supe que los esfuerzos para encontrar a Claudio habían dado frutos: su cuerpo apareció en circunstancias similares a las de Sara, pero al interior de la mina de Atacama.

Hasta hoy me pregunto quién fue el capataz que está ahí instalado, como una presencia que tortura a quienes se atreven a entrar a Humberstone. 

No tengo dudas de que primero sometió así a Sara, y luego Claudio calló en sus garras cuando quiso rescatarla. Seguramente, yo mismo pude haber terminado así.

Por mi propia seguridad, no he querido regresar: aún tengo muchas “recetas para hablar con los muertos” que investigar, pero ésta, en el desierto de Atacama, es sin duda una de las que algún día deberé terminar de preparar.

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02/05/2024

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