En un 11vo. capítulo de «Recetas para hablar con los muertos», te invitamos a que acompañes a nuestro buscador de historias espeluznantes, el Dr. Roberto Monjarás para descubrir la fantástica y aterradora historia de:
“La Dorada, la ciudad maldita”.
En lo profundo de la selva amazónica colombiana, donde las copas de los árboles ocultan los secretos de civilizaciones perdidas, se encuentra el pueblo abandonado de La Dorada, un lugar donde las leyendas y la realidad parecen entrelazarse.
Según los relatos locales, esta ciudad fue escenario de tragedias, pero las desapariciones masivas de sus habitantes no fueron el resultado de simples maldiciones.
Muchos creen que la verdadera razón detrás del abandono de La Dorada está vinculada a la mítica búsqueda de El Dorado, la legendaria ciudad de oro que obsesionó a conquistadores y aventureros durante siglos.
Mi colega Miguel, un periodista colombiano, y yo habíamos investigado juntos fenómenos paranormales en otras partes de Latinoamérica, pero esta vez la historia tenía otro matiz.
Lo que nos llevó allí fue un informe sobre un tesoro oculto y los espíritus de aquellos que habían perecido en su búsqueda.
Junto a nosotros viajaba Adriana, una arqueóloga experta en culturas precolombinas, que había oído rumores de un tesoro maldito escondido en los alrededores de La Dorada.
Según los relatos que ella había estudiado, la ciudad no solo había sido un punto de descanso para exploradores de El Dorado, sino que también albergaba el lugar donde muchos perdieron su alma.
Al llegar al pueblo, la desolación nos envolvió de inmediato. El silencio, roto solo por el crujido de ramas y hojas bajo nuestros pies, creaba una atmósfera tensa. El aire olía a humedad, a una mezcla de selva y decadencia. Al recorrer las calles vacías, nos llamó la atención un detalle inusual: las casas parecían haber sido abandonadas apresuradamente, como si algo terrible hubiera ocurrido.
Miguel intentó capturar imágenes, pero su cámara fallaba una y otra vez. Adriana, inquieta, nos señaló un camino que se adentraba más en la selva. “Allí es donde leí que deben estar las ruinas antiguas”, dijo en voz baja.
Conforme avanzamos por el camino, todo se tornaba más denso y opresivo.
Tras varias horas de andar por senderos que aparecían y desaparecían, repentinamente Adriana tomó un desvío hacia una estructura de piedra oculta bajo la vegetación.
“Esto no es solo un pueblo abandonado. Esta zona es mucho más antigua de lo que parece”, comentó.
La estructura parecía un templo olvidado. Al entrar, las paredes estaban decoradas con inscripciones que Adriana identificó como relacionadas con rituales dedicados a los dioses del oro.
Pero algo no encajaba. En una de las esquinas, un altar ennegrecido contenía figuras talladas, pero sus expresiones no eran de alegría, sino de sufrimiento.
De repente, un susurro se escuchó a lo lejos, afuera. Los tres nos quedamos paralizados. Era un murmullo, palabras incomprensibles que parecían venir del viento.
Miguel intentó grabar el sonido, pero la grabadora se apagó. El ambiente a nuestro alrededor cambió drásticamente. Era como si estuviéramos siendo observados. Adriana, con su linterna, iluminó las paredes y notamos algo extraño: unas sombras, apenas perceptibles, parecían moverse de forma antinatural. “Nos están vigilando”, dijo Miguel.
En ese momento, una figura etérea apareció al final del pasillo. Parecía un hombre, un explorador, vestido con ropa de otra época, como los conquistadores españoles de siglos pasados.
Su expresión era de desesperación, y aunque se desvaneció en cuestión de segundos, el impacto fue inmediato. Adriana nos miró con los ojos muy abiertos. “Esos son los que nunca encontraron el oro… los que murieron buscando El Dorado”, afirmó.
Salimos de ahí, más intrigados que asustados, y esa noche, acampamos cerca del templo, pero nadie pudo dormir. La sensación de ser observados era constante.
A la mañana siguiente, mientras recogíamos nuestro equipo, encontramos algo aún más perturbador.
En el suelo, una serie de huellas aparecían y desaparecían de la nada, como si alguien hubiera estado caminando a nuestro alrededor durante la noche. Adriana, quien era escéptica de lo sobrenatural, no pudo explicar lo que veíamos.
Para mí, era claro: los habitantes originales de La Dorada y muchos visitantes desde entonces, habían sido víctimas de su propia codicia.
Según los relatos locales, el tesoro de El Dorado, o al menos una parte de él, estaba escondido cerca del pueblo.
Los que intentaron encontrarlo, ya fueran habitantes o forasteros, fueron consumidos por una maldición, condenados a vagar por la eternidad en búsqueda del oro que nunca podrían alcanzar.
Les pedí a Adriana y a Miguel que me tomaran una foto antes de partir. Intencionalmente, dejé que el templo olvidado quedará atrás de mí.
Cuando tomaron la foto, yo no sonreía. Creí saber lo que iba a encontrar al revelarla.
Lo que vimos aquella noche, no me dejó lugar a dudas: si seguíamos insistiendo en buscar el tesoro de El Dorado, nosotros tampoco saldríamos de ahí.
Cuando regresé a mi casa, pedí el servicio urgente de fotografía, en aquella época donde teníamos que esperar días o semanas para tener la imagen de nuestro último viaje.
Y ahí estaba:
El tempo que estaba a mis espaldas refulgía como si los rayos del sol lo convirtieran en oro puro.
Entre las sombras, pese a la mala calidad de la imagen que podíamos obtener de aquellas épocas, distinguí al menos 7 siluetas de personas escondidas en las ventanas de aquel edificio, atrapadas por su codicia.
El Dorado estaba ahí, en la Dorada. El tesoro que encontraron muchas personas que lo visitaron a lo largo de los siglos había sido el de la vida eterna: una, atrapados entre los confines de este y otro mundo.
Por supuesto, no quise decirles nada a mis compañeros colombianos de aventura: pensé que la tentación de ir a buscar nuevamente el tesoro en oro, los podría exponer a un horror más allá de cualquier pesadilla.
Hoy cuento esta historia, porque Miguel ya no está en este mundo, y Adriana tiene tiempo que dejó de perseguir leyendas.
Espero que, al escucharme, Adriana no sienta la tentación de buscar en los confines de la selva lo que queda de un lugar que debería permanecer oculto en el pasado: una infalible receta para hablar con los muertos, en La Dorada, Colombia.